A veces, en tres años no llovía, y la fuente de la plaza, la única del pueblo, llevaba un hilito de agua no más grueso que un piolín. La gente tenía que esperar el día entero para llenar un balde. A veces, perdían la paciencia y se peleaban. Cuando se peleaban, se tiraban los baldes a la cabeza; y cuando ya todos tenían un balde encajado entre las orejas, ya nadie veía más nada, y no podían seguir peleándose, se iban a sus casas y descansaban hasta el día siguiente. Entonces volvían otra vez temprano a buscar agua y a pelearse.
Como el agua era tan escasa, los árboles y las flores se habían ido secando, y hacía mucho tiempo que nadie tenía una plantera en la casa. Para no olvidarse del todo de las flores, los vecinos les ponían a sus hijos nombres de flor, y el pueblo estaba lleno de esos nombres. El alcalde se llamaba Jacinto; el juez, Margarito; el mozo de café, Magnolio; el cobrador de impuestos, Girasol; el cartero, Milflores; el enterrador, Siemprevivo, y así por el estilo. Los únicos que tenían nombres distintos, porque eran forasteros, eran: el cura, que se llamaba Don Abundio, y el médico, que respondía por Don Exuperio.
Como las calles no estaban empredradas, y la tierra se secaba mucho, siempre había un polvo imposible. Cuando uno salía a la calle quedaba enseguida envuelto en una nube de polvo; los que se cruzaban en la calle no se podían distinguir los unos de los otros, así que no se saludaban, o si eran de veras corteses decían:
—Buenos días, quienquiera que sea!...
Y cuando volvían a sus domicilios tenían que ir gritando y llamando a sus padres, o maridos, o esposas, hasta que alguno les respondía desde un portal o ventana; pues con el polvo no sabían nunca por dónde iban.
Una vez llevaba ya tres años sin llover, y la gente estaba desesperada. Las autoridades mandaron sacar en procesión la imagen de la patrona Santa Librada. Todo el mundo acudió a la procesión: pero si una persona sola armaba polvareda, imagínense ustedes la que armaría una procesión. La gente se extravió, y cuando se dieron cuenta estaban a tres kilómetros del pueblo. Regresaron, y era cosa de ver — o mejor dicho de oír — a cada vecino gritando:
—Jacinto, Rosa, Narciso, Violeta, Hortensia, avísenme cuando pase por delante de casa.
Así volvieron poco a poco; pero a las doce de la noche había dos o tres vecinos que daban vueltas por la plaza sin encontrar su casa porque vivían solos y no tenían familia que les gritase desde la ventana.
Unos días después llegó al pueblo un señor viejo, alto, flaco y muy serio, vestido de negro, con un gran paraguas debajo del brazo. Llegó también envuelto en una nube de polvo y durante mucho rato anduvo dando vueltas a ciegas por las calles.
—Qué pueblo más raro —decía mientras tanteaba una pared— de lejos se lo ve muy bien, pero en cuanto se entra en él ya no se lo ve más.
Por suerte, tocaron en ese momento las campanas de la iglesia, y el señor guiándose por el tañido, llegó hasta el templo, habló con el sacristán; y el sacristán, tanteando las paredes y dando de cuando en cuando un grito le llevó a la posada.
El señor firmó el registro de huéspedes, y en cuanto estuvo en su habitación pidió agua para bañarse. Cuando le llevaron el agua en un pocillo, se horrorizó. Preguntó y le dijeron, naturalmente, que en Villasequía el agua estaba racionada, porque no llovía desde hacía tres años.
—Caramba — dijo— creo que Dios me ha enviado aquí.
—¿Cómo? — preguntó el posadero.
—Si ustedes han visto mi firma en el registro, habrán visto que yo soy el Doctor Lluvioso.
—¿y qué quiere decir eso?... — preguntó el posadero.
—Quiere decir que soy especialista en hacer llover. Hago llover a pedido.
El posadero estaba maravillado.
—Pues es necesario hacer sabe esto enseguida a las autoridades.
Y llevó al Doctor Lluvioso a casa del alcalde.
—¿Es usted doctor en lluvias? — preguntó el alcalde — ¿Puede hacer llover a pedido?...
—Sí señor – dijo el Doctor Lluvioso — Hago llover en cualquier estación, lugar y clima. Barato. No falla nunca.
—¿Y cuánto nos va a cobrar por hacer llover en Villasequía?...
—Pues, teniendo en cuenta la circunstancia, diez monedas de oro. ¡Ah!... sólo cobro luego de llovido.
—Pues trato hecho.
El alcalde mandó que trajesen un piola y atasen una punta a la puerta de la Municipalidad y la otra a la puerta de la posada, para que el doctor pudiese ir y venir sin perderse entre el polvo. Enseguida convocó al pueblo. Cuando todos acudieron, el doctor y el alcalde les hablaron desde el balcón. Ni el doctor ni el alcalde veían a nadie, porque la gente estaba envuelta en una nube de polvo; pero de la nube salían gritos entusiastas y todos dijeron que estaban dispuestos a pagar las diez monedas de oro.
Al otro día, de mañanita, el doctor tomó su paraguas, un valijín lleno de instrumentos raros, y se subió al campanario de la iglesia, porque allí era el único lugar desde el cual se veía el cielo. Y se dedicó a hacer una serie de maniobras extrañas con los instrumentos que encerraba el valijín.
A mediodía, ya unas nubecitas blancas muy vagas aparecían en el cielo. Las gentes que desde las azoteas las veían, se asombraron. Muchos se dedicaban a contar aquellas nubecitas que parecían vellones delgados escapados de un colchón. A la tarde eran ya tantas, que no se podían contar. Al amanecer siguiente, las nubes eran gordas, grises y cubrían el cielo totalmente. Y a la tarde llovió.
Llovió como nadie recordaba haber visto jamás llover en Villasequía. Al otro día los vecinos se saludaban en la calle a cara descubierta, porque ya no había ni una mota de polvo. Había bastante barro, eso sí, pero nadie se quejaba. Y la fuente de la plaza llevaba un chorro gordo como una pierna del Hombre Montaña. Todo el mundo se sentía feliz, menos los gallineros del pueblo, porque la gente de tan contenta dio en celebrar, y en cada casa mataban un pollo o dos.
El alcalde visitó al doctor, le abrazó entusiasmado y le dio sus diez monedas de oro, más dos de yapa.
—Con tal sin embargo que esta lluvia no sea única, y volvamos a empezar — dijo el alcalde.
—No, señor, no será así — dijo el doctor. Sucedió que la lluvia había perdido el mapa de la comarca y ya no pasaba por aquí sino por equivocación: pero ahora que yo le hice un mapa nuevo lloverá como en cualquier otra parte.
El doctor recogió su paraguas y su valijín y se fue, llevándose tres pollos asados y una sopa paraguay para el viaje.
Pasados unos días, cuando ya quería comenzar otra vez el polvo, llovió de nuevo copiosamente.
Una semana más tarde llovió otra vez, y así siguió lloviendo a menudo: tanto, que algunas gentes empezaron a quejarse porque decían que ahora tenían más agua de la necesaria. Ya no necesitaban esperar junto a la canilla de la fuente, y No tenían tiempo de conversar; las calles eran puro barro tres días a la semana, y las cebollas se perdían por demasiada agua. Se quejaron al alcalde. Este dijo que no podía hacer nada, porque se le había olvidado pedir al doctor su dirección y ahora ya no podrían dar con él.
—¿Qué haremos entonces?...
—Comprarse paraguas.
—¿Y para las calles?...
—Empedrarlas
—Pero ¿y con los campos?...
—Hagan canales de modo que el agua se vaya por ellos al cañón.
—Pero nos aburrimos demasiados, las tardes en que llueve!
—Pues cómprense un buen libro y lean.
Como ven, el alcalde era un hombre inteligente. Gracias a sus consejos, Villasequía pudo cosechar buenas cebollas; fue el pueblo mejor urbanizado de la región; sus habitantes, los más ilustrados.
Al final, todos se hicieron libreros, pero las librerías no se fundían, porque se vendían los libros las unas a las otras.
El Doctor Lluvioso no volvió nunca por allí; pero nadie lo echó de menos.
Cuento de Josefina Plá, Paraguaya.