Tirado en medio del asfalto, llorando sangre literalmente, gritando su nombre, viéndola desvanecerse en aquella esquina, entre la gente.
Grita de dolor, un dolor desgarrador. Siente las tripas y el corazón destrozarse en trizas, lágrimas amargas fluyen como ríos y se derraman sobre la camisa blanca del colegio que se mancha para siempre de rojo, y marrón luego, al oxidarse la sangre de sus ojos... hemolacrimia.
Con su puño golpea el pecho y el suelo, mirando envuelto en llamas infernales, terremotos, muerte en todos lados.
El llanto, la consternación, los gritos, el dolor… son infinitos.
La gente mira en medio de la calle, yaciendo impávido, envuelto en lágrimas, trata de asimilar lo sucedido, la gente lo rodea.
No ve sus rostros, le hablan pero no entiende y nuevamente escucha ese celular.
Llorando tal cual demente grita “¡qué, qué quiere usted!”
Era nuevamente el psicólogo, quien estaba tratando de calmarlo.
Y empezó a gritar: “Se casó, Dios mío!, me quiero morir!, me quiero morir, nooo!!
-Escuchame –interrumpe el psicólogo- ¿dónde estás? Voy a llamar a tus padres.
-Qué importa dónde estoy! Estoy muerto! Quiero morir!, por Dios Santo!
-Yo sólo quiero ayudarte, pero decime en dónde estás, te van a recoger tus padres!
-¿Que dónde estoy?
Él no para de llorar, se ahoga completamente en llanto, su voz ya ronca de tanto gritar, su camisa mojada, el pantalón sucio en medio del asfalto, rodeado de gente que ha bajado de sus vehículos.
Una voz entre la multitud, voz de hombre al parecer, dice: “yo le digo dónde estás?, dejá, yo le digo”
Él le grita empujando sus manos hacia el lugar de dónde provenía la voz gritando: “¡Déjenme, déjenme todos!”
Y luego él sólo atinaba a repetir “déjenme morir!, déjenme morir!, déjenme morir!”
Esas imágenes, las de ella diciéndole esas palabras y el dolor le golpean como oleadas de gigantescas mazos en el pecho y en la cabeza.
Apenas le queda voz, no ve nada más que figuras borrosas por el mar lágrimas que cubren sus ojos
Está tirado en el suelo como un muerto, inerte por dentro ahogado en el más puro dolor sin nombre.
Miles, millones de imágenes le sobresaltan, le golpean y siente más y más dolor todavía.
A las personas les gusta el dolor, el dolor ajeno, disfrutan viendo al otro sufrir.
Su sufrimiento es innombrable.
Los niños mirando desde la ventanilla del coche beige de más allá, los demás preguntándose ¿qué le pasa?
Sólo recuerda las piernas, algunas de las corbatas, y a otros vestidos de “entrecasa” complaciéndose con su dolor.
Sube más arriba la mirada y no recuerda, sus rostros los ve difuminados en este instante.
Sólo recuerda bien las lágrimas y la imagen de ella, con ese jeans justo para ella, la camiseta verde con el logotipo de su trabajo en el pecho, y el bolso rojo de mano en el hombro.
La ve corriendo, huyendo y doblando la esquina, y la ve desaparecer entre la gente. La ve esquivando sus brazos diciendo “dejame, dejame, dejame!”
Recuerda sus grises ojos tornarse verdes ante la luz cálida del sol saliente de aquella mañana temprana.
Y recuerda de ella esas crueles palabras que jamás olvidará. Y recuerda que fue acerca de su primer y único beso de lo que él hablaba y no de lo que pasó después...