11/07/09

No hay nadie en el parque....


Ya todos entraron, la hora del recreo ha terminado.

Silencio. Profundo silencio que precede a una tormenta.

Las nubes se juntan oscuras, solemnes, preparándose para la lluvia.

La tarde mendiga un poco de sol, pero sólo migajas quedan.

El cielo se vuelve negro, negro como el color funesto de una noche impávida y sin luna.

Un pequeño banquito pintado de verde en la esquina recoge, sediento, lágrimas de tristeza profunda, angustia sempiterna.

La soledad en el aire, perfume agraz de inocencia y dolor entremezclados.

Nadie en el parque.

La calesita le lanza suavemente chillidos al viento que la golpea y la empuja y se va.

Sólo queda este niño, solitario, triste, que, con la mirada perdida en el horizonte deja caer gotas de agonía de su interior, sentado taciturno en ese banco.

Ahogado en pensamientos casi suicidas ve en las nubes figuras de su acongojada vida, imágenes vívidas de la mismísima soledad.

El polvo se levanta, está a punto de llover. Con solo siete años, casi ocho, ya ha visto la devastación de su mundo interior.

Nadie entiende. Todos juegan alegres unos con otros, niñas con niñas, niños con niños, sin saber siquiera que él también existe, sólo que está perdido en su propio mundo, como un autista hundido en sus propios pensamientos.

Los profesores solían decir que era varias veces más inteligente que los otros niños, que era un niño… ¿especial? Y se preguntaban: "¿Por qué no juega con los otros niños? ¿Por qué se queda ahí todos los días a la hora del recreo sentado, mirando a los otros, en ese desgastado banco?"

Él tan sólo callaba, mirando al horizonte, contemplando como en cámara lenta a los otros niños jugar.

No hay nadie en el parque excepto él.

Los minutos pasan. Baja la mirada y observa las pequeñas piedras trituradas de basalto, grises, oscuras; la grava que cubre gran parte del patio de la escuela.

Más allá divisa escombros, restos de una ampliación a un aula de otro sector, ladrillos secos rotos la mayoría, formando una colina que colinda con la alta pared de los vecinos.

Siente una enorme gota caer en su rostro. Mira al cielo. Aún no llueve. Es sólo un presagio.

Varios niños aparecen de repente, todos casi atléticos, jugadores de fútbol, fuertes excepto quizá el morenito chiquito que secunda al jefe, uno de mediana estatura, rubio casi castaño. Es una pandilla.

Pareciera que el tiempo se detiene.

¡Ahí está! Grita uno, todos empiezan a correr.

El niño se levanta de su asiento, y empieza a caminar. Es a él a quien buscan. Acelera la marcha. Bordea la calesita, esquiva las hamacas entre las gruesas patas de metal, se tropieza y cae…

Filosas piedritas lastiman sus manitas. Desesperado se vuelve a levantar. No hay nadie más en el parque, y parece que tampoco en la escuela.

Un trueno se escucha a lo lejos. Corre, trata de esconderse.

Observa raudamente unos viejos tambores metálicos sin fondo semienterrados en la grava que los niños usan como túneles. Se hinca para esconderse, pero todo es en vano.

El más rápido y alto de todos lo agarra de las piernas a la altura de los pies y lo arrastra, ensuciándole la camisa, el pantalón, todo.

Lo rodean y lo observan riéndose a carcajadas unos segundos.

Tirado en el suelo el niño nada puede hacer.

Uno de ellos, toma un puñado de esas piedritas y las deja caer sobre su torso, el jefe hace un ademán y todos hacen lo mismo, pero a diferencia de los otros, éste se las arroja a la cara con fuerza.

El niño se tapa la cara. Tiene ganas de llorar. Los otros ríen como endemoniados.

Agarran piedras cada vez más grandes, de entre los escombros.

Pedazos de ladrillos que el más pequeño apenas puede levantar.

Empiezan a apedrearlo con furia indescriptible, descargando la ira del mundo con sus manos.

El sólo se cubre el rostro. Se amontonan las piedras, los ladrillos a su alrededor. Entonces uno de ellos toma la iniciativa y le da una fuerte patada en las costillas. El niño grita, llora, pero nadie escucha. No hay nadie más en el parque.

Todos juntos empiezan a patearlo con una saña infernal nunca vista en niños de siete y ocho años.

La naturaleza lo salva. Gruesas gotas empiezan a caer.

¡Llueve, vámonos de acá! Grita el más pequeño.

Lo dejan tirado y sangrando, envuelto en lágrimas de dolor. Parecía que iba a llover. No fue así.

Sólo seis gotas, como el número de niños, cayeron esa tarde.

Todos corren. Luego, en medio de la estampida, el líder vuelve nuevamente y le grita: "¡Si le decís a alguien te mato!"

Silencio.

El silencio interrumpido por la respiración dificultosa del niño ensangrentado.

Se levanta despacio, primero dándose la vuelta para quedar boca abajo y luego en cuatro patas escupiendo sangre que mancha las piedras.

Tiembla… Llora. Nuevamente los pensamientos suicidas le invaden, esta vez con más fuerza todavía.

Una aparición.

La misma niña que había visto en sueños desde niño, de ojos transparentes y serenos con cabellos rubios recogidos, usando un pequeño guardapolvo blanco y una larga pollera color azul marino hasta las rodillas contrasta con el uniforme simple y de color granate de la escuela.

Ella acaricia al niño en la cabeza y suavemente se acerca al oído y susurrando le dice: "Todavía no, esperá un poquito".

La niña le da un besito en la frente. Lágrimas de sangre brotan de los ojos del niño.

Se seca con la mano y pregunta: "¿Qué es lo que tengo que esperar?"

Pero al abrir los ojos ella ya no estaba. Se incorpora y caminando lento en sufrimiento se acerca al bebedero. Se limpia la cara. Sigue escupiendo sangre. ¿Hemorragias internas? Quién sabe.

Nunca le dijo a nadie. Nunca tuvo amigos. Sus padres en el trabajo y él, conversando solamente con su lúgubre y silente soledad…

Estos hechos ocurrieron de verdad en una oscura tarde de octubre de mil novecientos noventa y cuatro.